Desde el mundo Chango (o cómo pensar el litoral arqueológico del norte de chile)

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Por Daniel Hernández Castillo

Toda trabajadora del patrimonio o de la arqueología que lleve unos años en el oficio se ha encontrado alguna vez con una situación como esta: una comunidad indígena, al enterarse de que hay excavaciones o alguna manipulación patrimonial en su territorio (como exhibición de sus muertos), interviene y exige que se detengan las obras hasta que se les haya consultado. Esta es una situación tremendamente común y de la que emanan reflexiones muy necesarias para muchas disciplinas. Yo mismo soy arqueólogo y hablo desde este oficio, así que llamémosle a esto, por operatividad, el problema arqueológico.

Hasta ahora, todas las versiones de este problema concluyen en una retirada estratégica de la zona para reanudar la labor a) cuando se retome el diálogo como debiera haberse hecho en un principio y las tensiones disminuyan o b) en otra área, donde no existan comunidades que exijan su legítimo derecho a decidir el porvenir de su patrimonio.

Vista típica de la costa de la región de atacama, norte de chile. Imagen de archivo disponible en Google.

Hay muchas reflexiones en torno a la palabra “patrimonio” y hay varias/os autores que la critican con buenas razones. Pero es un hecho que el patrimonio convoca y que hoy forma parte de las reivindicaciones políticas más relevantes dentro de los territorios y las comunidades locales en chile (por no decir Latinoamérica). En ese contexto, evitar el trabajo en un área por conflictiva y buscar otra menos activa no resuelve el problema.

Y esto porque todo patrimonio inerte es simplemente un patrimonio no reclamado. Toca a nuestra disciplina – y a toda la comunidad de huaqueras y huaqueros con o sin permiso del estado – empezar a pensar y a hacerse cargo de cómo pensar el trabajo arqueológico y patrimonial en miras a los nuevos procesos reivindicativos que ya caracterizan al siglo XXI.

Este texto no se trata, por lo tanto, de cómo convencer a una comunidad para que consienta el desarrollo del trabajo arqueológico en su territorio. Eso forma parte de su potestad y no es mi interés expiar la culpa colonial de una disciplina como la mía. Se trata más bien de reflexionar sobre los desafíos que nos plantea desarrollar nuestro oficio en un mundo que está cambiando. Y de paso hacerse cargo de contradicciones actuales para empezar a plantearnos cosas importantes: ¿Es inocente la investigación?

¿Es posible desarrollar la arqueología de nuevas formas en miras a los procesos de etnogénesis y reivindicación territorial actuales?

Metodología de recuperación de materiales: al excavar, los sedimentos son tamizados en harneros. Al trabajar con conchales, el material más frecuente son valvas de moluscos marinos. ¡Son el material más frecuente y más ignorado! Y contiene información comparable, única e invaluable sobre conductas humanas y condiciones climáticas pasadas. 

El siglo XXI llegó con una serie de cambios, y quizás el más grande de ellos es que la identidad ancestral de los grupos humanos está cambiando. Considere como antecedente que de 2006 a 2017 (desde su reconocimiento legal hasta el último censo), el pueblo Diaguita pasó de ser un pueblo ignorado por la historia chilena a la tercera nación originaria con más población adscrita de chile.

Este nuevo escenario – que se asocia indivisiblemente con transformaciones en el género, la crisis medioambiental, la relación con la naturaleza, la educación y otro sinfín de pachakutis – implica que las condiciones en las cuales nos desenvolvemos las y los científicos han cambiado. No tenemos palabras para nombrar este nuevo mundo que se está gestando al interior del mundo que creíamos conocer: por más que intentamos alcanzarlo, no hay forma en que la ciencia pueda mirarlo sin estar afectado por él mismo.

Mi breve y bella experiencia me ha llevado a pensar estos asuntos desde el mundo costero. El país desde el cual escribo tiene un enorme litoral: tanto así, que a veces pienso que podríamos hacer una cartografía completa de chile sólo pensando en cómo se ve el país desde el mar. Y resulta que la costa norte de chile coincide con el territorio ancestral del pueblo Chango. ¿Seré la única persona que cree que ese cruce – entre la sabiduría de habitar el mundo desde el mar y el conocimiento científico – puede arrojar indicios sobre cómo pensar la arqueología de la costa norte de chile? Esto implica explicar al mismo tiempo qué desafíos debe asumir este nuevo tipo de ciencia y los motivos por los cuales es necesaria.

¿Por qué al mismo tiempo? ¿Por qué simultáneamente? Por algo que me enseñó una estudiante mapuche hace poco más de un mes: porque las comunidades no son sin su paisaje.

Registro superficial de material arqueológico en la costa de la región de coquimbo. Imagen de propiedad del autor, (Fondecyt 1200276).

A esto hay que darle una vuelta porque no es fácil de entender y porque necesito que a usted le vuele tanto la cabeza como a mí.

Si el espacio es la idea objetiva acerca de la posición de las cosas en el mundo, el paisaje es la forma en que los seres del mundo construimos al espacio. Es la diferencia entre el mapa y el territorio. Pero, por un segundo, hagamos el ejercicio de pensar que el mapa no existe.

Que el mapa es una forma de ver el mundo que inventó la cultura occidental – como base objetiva, medible y “mirada desde arriba” sobre la cual se despliegan otras “visiones de mundo”. ¿Qué tal si el mapa es una visión del mundo? Esto implica que toda reflexión acerca de la realidad está hecha a partir de nuestra propia realidad.

Es lo que en la academia llamamos una ontología. Es pensar el mundo siendo-en-el-mundo.

Usted puede decir que eso no tiene relevancia para la ciencia en la medida en que la cultura occidental y su visión de mundo no se trastoquen.

Pero el mito de la cultura occidental como un todo unitario está cayéndose frente a nuestros ojos.

Y para pensar el mundo en nuevas formas es necesario incorporar nociones de mundos no-occidentales. Lo que es brutalmente necesario si queremos seguir haciendo arqueología.

Muchas veces, la ciencia ha debido constatar por sus propios medios los saberes ancestrales que otros pueblos conocen hace generaciones.

¿No me cree?

La medicinalidad de las plantas. Que los árboles generan la lluvia. Que el combate entre dos serpientes brutales (una de fuego y otra de agua) creó el mundo. Que la vida brota de los manantiales y el tiempo del planeta lo marca una enorme llama celestial que baja a beber a la Tierra. Que espacio y tiempo son una cosa. Que no sólo el alma, sino que el cuerpo varían según cada cultura.

Todas esas son verdades que la ciencia demostró después, bajo sus propios códigos, en el ejercicio poderoso y neurótico que tiene la cultura occidental. Y son verdades que no reconoció porque fueron producidas en otras ontologías.

Esto nos pasa cotidianamente en la arqueología. Nos planteamos preguntas que los pueblos que estudiamos conocen hace tiempo. Volvamos al caso Chango. “¿Qué cuál es nuestra historia? Eso ya lo sabemos, ¿quiere aprender usted? ¿Que qué comíamos?

Más que claro, pesca y caza y aprovechamiento de aguadas. ¿Que cómo nos movíamos en el espacio? Igual que ahora, nos movemos por toda la costa en transhumancia. ¿Sabe qué? Mejor deje de remover la tierra de mis ancestros…”

“¿Cuál de ellos?”, puede sugerir ahora, usted, socarronamente.

Estratigrafía de un conchal: cada capa corresponde a un momento distinto que es estudiado por separado en los análisis arqueológicos. Puede interpretarse como una “superposición de conchales”, donde cada capa corresponde a un conchal generado por un grupo humano distinto. Imagen de propiedad del autor (Fondecyt 1200276).

Esta evidente separación entre conocimientos e identidades ancestrales y nuestra endeble identidad chilena ha llevado a reacciones profundas y ha sacado a la luz lo peor de nuestros prejuicios.

Una parte no menor de la ciudadanía chilena, enfrentada a estos escenarios, se defiende discutiendo que los Changos no son Changos, que los Diaguitas no son Diaguitas, que ahora los chilenos son ciudadanos de segunda clase y que la chilenidad se pierde – mientras, en su perfil de Instagram, ponen orgullosas/os una banderita italiana por el bisabuelo italiano del cual heredaron una forma de hacer salsa de tomates.

A esto, respondemos con la enseñanza de la estudiante mapuche: las comunidades no son sin su paisaje.

El pueblo Chango vive en una forma de relacionarse con el mundo y de vivir-en-él: vive en su cotidianidad, en su modo de vida imbricado intrínsecamente con el mar. Piense en las y los Kawesqar secuestrados a fines del siglo XIX y llevados a zoológicos humanos de Europa.

¿No murieron también, un poco, por haber sido extirpados de su paisaje?

A la dicotomía entre ciencia occidental y conocimiento ancestral debemos responder con nuevas formas de plantearnos preguntas.

Esto implica enfrentarnos al hecho de que las preguntas que nos hacemos son coloniales. De hecho, la arqueología tiene una historia devastadoramente colonial. Somos, sin duda, saqueadores de tumbas con permiso del Estado. Además, para el modelo de investigación tradicional, existe un investigador.

Un investigador que quiere la menor cantidad de molestias posibles y que extrae conocimiento del territorio, igualito que una minera extrae litio y agua. Por eso me parece que tiene razón quien nos echa: el triste antecedente que frecuentemente tienen las comunidades sobre nuestro quehacer es la necesaria y difícilmente justificable remoción de restos humanos para facilitar la instalación de proyectos de inversión dentro del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental.

Y, si no es eso, se encuentra con investigadoras e investigadores que no escuchan las verdades que ellas y ellos ya manejan.

Entiendo si usted aún conserva dudas acerca del peso que tienen las realidades otras sobre nuestra propia noción de realidad. Lo único que puedo ofrecerle para ello es mi breve y humilde experiencia en el estudio de las formas de relacionarse con el mar.

Yo soy un arqueólogo que se especializó en el estudio de conchales. Los conchales (las acumulaciones de concha en la costa) son un reservorio prístino de información invaluable. No sólo alojan especies de animales depositadas en forma ordenada y comparable, sino que son el envoltorio en el que se insertan otras evidencias de información humana y no humana del pasado.

A qué voy: una concha de un molusco entrega información sobre 1) el hábitat en el que creció, 2) las condiciones del mar en esa época, 3) su fecha de nacimiento aproximada, 4) su temporada de muerte y 5) su tamaño al ser recolectada.

Si está en un contexto inalterado – en su profundidad original y con otros materiales y sedimentos – permite realizar inferencias acerca de conductas pasadas. Y si tenemos varias evidencias similares podemos reconocer patrones de conducta: así, desde abajo, podemos ir realizando reflexiones cada vez más grandes acerca de la forma de vivir de un grupo humano.

Panorámica del humedal de Punta Teatinos, al norte de La Serena. Nótese cómo coexisten elementos diversos y únicos: el mar, el humedal, la densa y rica vegetación, la formación rocosa, la playa, el conchal, la cordillera de la costa… y también las ocupaciones actuales con sus caminos. Imagen de propiedad del autor (Fondecyt 1200276).

Lo que he constatado en los conchales que he tenido el privilegio de trabajar, es que a lo largo del tiempo ha habido formas muy distintas de relacionarse con el mar.

Si cada molusco acumulado es una práctica de ir al mar y volver con una concha, los patrones que forman esas acumulaciones consignan cotidianidades, lo que es la base de cómo las personas nos relacionamos con el mundo.

Si es así, el mar por completo ha alojado actividades humanas muy distintas. En Punta Teatinos, que fue donde hice mi tesis de pregrado, constatamos con un gran equipo de trabajo (el Fondecyt 1150776) que hubo tres modos de relacionarse con la costa: uno de pescadores ancestrales, otro asociado al Complejo el Molle y otro asociado a la Cultura Diaguita.

El primero vivía de todos los recursos del mar en forma equilibrada. El segundo, tenía menor presencia en la costa porque se dedicó más intensivamente a la explotación de recursos vegetales. Y el tercero, con una fuerte presencia costera, se enfocó en la obtención de machas y varias especies de peces.

A mi modo de ver, hay dos formas de interpretar estos cambios: o bien el clima varió y dio condiciones que favorecieron las conductas que generaron estos patrones; o estos cambios responden sólo a la historia de estas comunidades y sus transformaciones internas.

Obviamente, son las dos cosas al mismo tiempo. Es simultáneamente cómo era el espacio de la época y cómo estos grupos vivieron en el mundo, lo que dice razón con distintas ontologías – al menos, tres – que vivieron en la costa construyendo nociones de paisaje diferentes.

Esta historia es íntegramente patrimonio del pueblo Chango, pues son ellas y ellos depositarios y guardianes del modo de vida marino que vive hoy en la costa del actual chile.

Son ellas y ellos, por lo tanto, el punto de encuentro más cercano entre el oficio de la investigación y las realidades que han existido en la costa de este espacio.

Y me parece que por ello es infinitamente necesario que las interrogantes acerca de estos mundos otros sean realizadas a partir de una realidad Changa.

No digo que otras preguntas sean inadmisibles. Sólo planteo una posibilidad: la posibilidad de que formulemos preguntas arqueológicas futuras desde el modo de vida del territorio que estudiamos.

¿Se imagina las hermosas posibilidades de una arqueología de la cordillera hecha con preguntas arrieras?

¿Una arqueología de la pampa desde preguntas cazadoras? ¿Una arqueología del valle desde las acequias? ¿Una arqueología de la puna desde preguntas puneñas?

¿Una arqueología del mar con preguntas que nacen de vivir-en-el-mar?

Aunque me cuesta atreverme a decirlo, presiento que no explorar estas preguntas tiene posibilidades tautológicas.

Existen varios trabajos que abordan el asunto de cómo se ocupa la costa en el tiempo en términos de cómo la depredación humana aumenta hacia el presente. Esto es una interpretación peligrosa, porque condena a nuestra especie a ser una especie intrínsecamente capitalista y depredadora de ecosistemas que ha sido así desde siempre.

A ello, oponemos la posibilidad de que las condiciones de contaminación y agotamiento de recursos de la actualidad es una manifestación de una realidad occidental y capitalista en el tercer mundo, y que otras formas de habitarlo han existido y son posibles.

Los conchales de la costa norte de Chile demuestran que ha habido sistemas complejos de relacionamiento con el mar, donde probablemente el mar y sus animales y algas eran seres con quienes se entablaban vínculos recíprocos.

Esto explicaría por qué, en más de cinco mil años de historia ocupacional en Punta Teatinos, no se constata la desaparición de ninguna especie y se mantiene estable un modo de vida de fuerte raigambre marina por al menos tres mil años.

No se trata, entonces, de quejarse de este mundo que ya no somos capaces de entender, sino de tomar estas nuevas determinantes y producir conocimiento en formas nuevas.

¿Qué tal si, en vez de preguntarnos cosas sobre el pueblo Chango, nos hacemos preguntas que emanen de la conversación con ellas/os? Sería muy lícito que ninguna comunidad quisiera trabajar con nosotras/os y no son ellas las encargadas de expiar lo que ya llamé “culpa colonial”.

Pero, ¿qué tal si inauguramos formas realmente colaborativas de hacer arqueología, donde hasta las preguntas surjan de la conversación?

Y si no hay interés comunitario, al menos plantearse el desafío de acercar la pregunta lo más posible al mundo del que queremos aprender.

Ni usted ni yo sabemos qué conocimiento va a producir esta nueva configuración, pero sabemos que será nuevo y tomará en sus manos el conocimiento acumulado por generaciones y generaciones de personas a partir de sus propias realidades.

Detrás del problema que comenté en un comienzo, lo que se abre, en el fondo, es otra forma de producir conocimiento. No se trata de refinar los dispositivos de la arqueología, sino de repensar sus cimientos por la promesa de hacer una ciencia nueva.

¿Cómo va a ser la arqueología del siglo XXI en la costa del norte de Chile, entonces? Veamos. Yo creo que va a ser con preguntas Changas.