Por Francisca Ramírez Ibarra
Para acceder a la Cueva de las Manos, hay que recorrer un tramo de la mítica Ruta 40 argentina. Salimos temprano desde la ciudad de Perito Moreno, en la Provincia de Santa Cruz, y de inmediato apareció el singular paisaje de la estepa patagónica: mesetas, llanuras, matorrales y mucho viento.
“Los del norte no están hechos para esto”, comentó una turista con quien compartíamos la van y con un silencio cómplice, todos estuvimos de acuerdo.
Guanacos, choiques y liebres se cruzaron por el camino hasta que llegamos al cañadón del río Pinturas, después de casi dos horas de viaje.
Hace ya algunos años se construyó ahí un Centro de Interpretación que da inicio a un recorrido que bordea al río desde las alturas y que nos conduce a la Cueva de las Manos.
No hay claridad con respecto a quién descubrió la cueva, durante el siglo XIX ya eran varios los lugareños, aventureros y exploradores que recorrieron el río Pinturas, pero no todos lograron dar con los aleros pintados. En 1941, el sacerdote Alberto María de Agostini iba de paso al Monte San Lorenzo y decidió detenerse en esta zona, famosa por los singulares tonos de sus tierras y por las formaciones naturales que se observaban.
Agostini ya había escuchado acerca de las siluetas plasmadas en los muros de una cueva ubicada en la estancia Los Toldos, hasta donde fue guiado eventualmente por lugareños; allí encontró “dibujos rupestres muy interesantes y bien conservados, de manos, pájaros y animales” que fotografió y publicó en su libro “Andes Patagónicos”, aunque erróneamente los atribuyó a los tehuelches.
Los estudios realizados en las últimas décadas han demostrado que las imágenes más antiguas datan aproximadamente del 9.300 AP, por lo que son anteriores a la ocupación de dicho pueblo.
En 1973 el topógrafo y arqueólogo Carlos J. Gradin inició las exploraciones en el área de la Cueva de las Manos en colaboración con Ana María Aguerre y Carlos Aschero, quien sigue vinculado al lugar actualmente.
Se cree que los primeros habitantes de este valle eran grupos de cazadores recolectores compuestos por entre 25 y 30 personas que frecuentaban el área durante los meses estivales, pero ocupaban además otros sitios con usos específicos.
Su subsistencia se basaba en la caza del guanaco, lo que explica sus ciclos migratorios, los artefactos de piedra encontrados en la cueva y las múltiples representaciones de este animal en las escenas del sitio.
El recorrido nos hace descender gradualmente por la ladera siguiendo una ruta bien marcada. El primer sector es el más famoso y es donde se ubica la cueva.
En los muros aledaños, cientos de manos rojas, violáceas, ocres y negras se mezclan con escenas de cacería y de persecución. Estas figuras están fechadas entre 9.300 y 7.300 años A.P, pero se superponen otras blancas, figuras de guanacos de gran tamaño y patas de animales en negativo que van desde 7.300 a 3.330 AP.
Para Achero, el uso colores diferentes en las superposiciones supone una intención de no ocultar las representaciones anteriores, por lo que califica a este sitio como un “archivo de la memoria generacional” que sustenta y refuerza la identidad colectiva del grupo.
Al seguir avanzando por el cañadón, aparecen siluetas solitarias sobre las rocas, pero hacia el final del camino se presentan nuevos grupos de figuras biomorfas y geométricas de colores intensos, incluido “el bailarín”, una representación antropomorfa que parece moverse sobre la roca. Estas últimas pinturas están fechadas entre 3.300 y 1.300 años AP.
En cada sector está presente el valor dado a ciertas situaciones u objetos del mundo que los rodeaba siguiendo una estética particular y colores seleccionados.
En todos los casos, los tintes eran hechos con pigmentos minerales y arcillas mezclados con algún fluido aglutinante (saliva o sangre) para darle la consistencia deseada. Adicionalmente, mediante el análisis por difracción de Rayos X se detectó la presencia de yeso para otorgar mayor adherencia y a partir de los rastros de fogatas y herramientas de hueso se determinó que sometían los pigmentos al calor para mejorar su calidad y variar su color, lo que se observa especialmente en el uso del negro (óxido de manganeso).
La técnica más utilizada consistía en posar la mano sobre la roca, colocarse el pigmento en la boca y soplarlo a través de un hueso ahuecado, como si se tratara de un aerógrafo. Quedaba así marcado el negativo. En otros casos, se usaron hisopos hechos de pelos de guanaco a modo de pinceles o simplemente, los dedos.
Se define como arte rupestre, pero no tiene fines decorativos, sino que es más bien un sistema de comunicación, opera como un archivo de la memoria comunitaria o quizás como una demarcación territorial. Sin embargo, es posible observar una intención expresiva que se traduce en escenas narrativas y en el uso de los pliegues y otros detalles de la superficie para aportar movimiento o encuadrar las escenas representadas.
La ruta termina en un mirador que se proyecta sobre el río y desea que quienes estamos ahí tengamos una noción de por qué este lugar fue frecuentado por diferentes grupos humanos en el pasado, y elegido para plasmar sus intereses.
La pregunta general entre quienes estábamos ahí era: “¿Qué les pareció?”. Apareció ahí un recuerdo del primer encuentro del arqueólogo Carlos Gradin con la cueva: “Cruzamos el río y levantamos el campamento en una rinconada de las bardas del margen derecho. Enseguida nos fuimos a mirar las pinturas. Salvo una que otra exclamación, nuestra admiración fue de silencioso respeto”.
En 1999 la UNESCO incluyó a la Cueva de las Manos del Río Pinturas en la lista del Patrimonio Mundial, destacando que se trata de un conjunto excepcional de arte rupestre por su antigüedad, por la cantidad de imágenes encontradas y por su estado de conservación. Todo enmarcado en un escenario de singular belleza y colores.