La persistente memoria de las piedras y cómo están cambiando la Prehistoria al sur de los Andes

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Por Rodrigo Loyola

Casi en el techo del mundo, los Andes albergan uno de los paisajes de altura más cautivantes y sobrecogedores. Modelado por erupciones volcánicas y procesos geológicos de larga data, su relieve montañoso ofrece una inagotable diversidad de rocas y minerales a quienes se adentran en este territorio accidentado. Desde muy temprano, las sociedades humanas extrajeron y trabajaron la piedra con gran habilidad.

Con ellas confeccionaron herramientas y adornos, construyeron aldeas, terrazas de cultivo y canales de irrigación, levantaron centros ceremoniales, trazaron geoglifos, y sobre ellas plasmaron intrincadas obras de arte rupestre. No hace mucho tiempo atrás, este conocimiento y las técnicas empleadas por estos antiguos artesanos de la piedra seguían en uso, y algunas de ellas aún persisten en las tradiciones locales, resistiendo el paso implacable del tiempo.

Actualmente, existen investigadores dedicados a descifrar y reconstituir estos oficios ancestrales a través del estudio de los artefactos de piedra, piezas de un rompecabezas que nos ofrecen breves miradas al pasado. Valiéndose del saber tradicional y disciplinas como la arqueología, la geología, incluso la biología y la física, estos investigadores hacen hablar a las piedras.

El paisaje de la Puna andina sobre los 4000 metros de altitud en una tranquila tarde estival. La quietud es solo interrumpida por las sombras de las nubes que atraviesan veloces el pajonal anunciando la lluvia. Se trata de un fenómeno habitual conocido como “invierno altiplánico” en el que masas de humedad provenientes de la cuenca del Amazonas y el Chaco desencadenan fuertes tormentas tropicales en las tierras altas durante los meses de enero y febrero.

La teoría del “big tap”

Nuestro viaje arranca hace unos cuantos millones de años atrás, y un tanto lejos de los Andes. En un páramo desértico de África, al otro lado del océano. Ahí, uno de los antiguos antepasados del homo sapiens talló por primera vez una piedra golpeándola contra otra.

Se trató, quizás, de unos simples golpes -un sonido seco, un simple “tap”- pero todo lo que vendrá después, la rueda, la pólvora, los motores de combustión, el internet (¿los próximos viajes a Marte?) deriva de alguna forma de ese momento decisivo en nuestra historia evolutiva. Sí, la tecnología había nacido. Tres millones de años después, los hallazgos de Lomekwi en Kenya descubiertos por la arqueóloga Sonia Harmand en 2011, constituyen las primeras evidencias conocidas hasta ahora de herramientas creadas intencionalmente.

Puede parecer simple, y casi intuitivo, pero no se trata sólo de quebrar un guijarro. Tallar en piedra requiere adquirir conocimientos y habilidades motoras que deben ser aprendidas y luego transmitidas de generación en generación. Es necesaria cierta capacidad de abstracción (o al menos una idea del objeto que se quiere fabricar) y el pensamiento reflexivo suficiente para ejecutar cada golpe en función del siguiente, de acuerdo con un objetivo final.

El trabajo en piedra es quizás uno de los saberes técnicos más antiguos y longevos en nuestra historia, y me refiero a esa historia profunda que a veces mal llamamos “pre-historia”. A medida que el ser humano y sus ancestros homínidos colonizaban nuevos territorios, este oficio se diseminó con ellos por todos los rincones del mundo. Los primeros americanos que llegaron al continente ya eran experimentados talladores y artesanos de la piedra.

En cada región, sus expresiones técnicas mutaron y tomaron forma propia, dando lugar a las grandes puntas Clovis de Norteamérica, las delicadas puntas Paiján de la costa del Perú o las populares puntas “cola de pescado” que se encuentran prácticamente por toda Sudamérica.

En los Andes, esta relación con la piedra adquirió nuevas dimensiones. Su riqueza litológica fue rápidamente aprovechada por las antiguas sociedades cazadoras y recolectoras nómadas para la fabricación de sus herramientas de caza, pero también en una amplia variedad de utensilios que emplearon en sus actividades cotidianas: cuchillos para cortar carne, raspadores para limpiar pieles, cepillos para trabajar la madera, perforadores para confeccionar vestimentas y morteros para moler vegetales.

Herramientas de este tipo también fueron utilizadas en la extracción de minerales y pigmentos como fue constatado por un grupo de arqueólogos en las cercanías de Taltal, en una mina de óxido de hierro de más de 12.000 años de antigüedad, hasta ahora la más antigua de América. Entre estas sociedades, la roca fue además la materia prima de adornos, cuentas de collar y elaboradas armas que otorgaron reconocimiento y prestigio a sus propietarios.

Varios de estos objetos fueron fabricados con el solo propósito de ser intercambiados en ceremonias o utilizados como ofrendas en ritos mortuorios. A través de ellos se comunicaban con sus dioses y antepasados.

Algunas herramientas y objetos confeccionados en piedra por las antiguas sociedades cazadoras y recolectoras que habitaron la puna de los Andes entre los 12.500 a 3500 años antes del presente. La mayor parte fueron usados en el día a día: puntas de lanzas, cuchillos, raederas, perforadores, raspadores, contenedores, morteros, y cuentas de collar ¿Podrías identificar cada uno de ellos?

A medida que estas sociedades adoptaban un modo de vida más sedentario basado en el pastoralismo y la agricultura, aldeas completas fueron construidas en piedra. Los primeros centros ceremoniales como el de Tulan, al sur del Salar de Atacama, fueron erigidos sobre enormes bloques, para ser el escenario de grandes festines, ritos comunitarios y sacrificios. Verdaderas aldeas fortificadas como el célebre pukará de Turi, son fundadas durante períodos de conflicto y negociación política, para luego ver la llegada del imperio Inka hace un poco más de 500 años.

En los cementerios de aquel entonces, algunos de los difuntos eran enterrados junto con hachas y mazas de piedra minuciosamente trabajadas para acompañarlos en su viaje al más allá, probablemente como símbolos de su poder y estatus en vida. Grandes bloques y lajas también sirvieron para construir -por amontonamiento y despeje- algunos de los enormes geoglifos de la Pampa del Tamarugal que orientaron a los caravaneros de llamas y peregrinos en sus travesías por el árido desierto a través de complejos mensajes visuales.

Las paredes de roca, se utilizaron como lienzos naturales para plasmar pinturas rupestres, como aquellas de Taira en la cuenca del río Loa, una de las manifestaciones de arte más tempranas y prolíficas de la Puna de Atacama, cuyas representaciones de camélidos grabados y pintados de intenso rojo parecen verdaderas escenas en movimiento sobre la roca inerte.

En un trabajo reciente de la investigadora Cecilia Sanhueza y su equipo, en colaboración con astrónomos del observatorio ALMA, se reportó un descubrimiento sorprendente. A los pies del imponente volcán Lullaillaco, en un punto estratégico del camino del Inka o “Qhapaq Ñan”, comprobaron al despuntar el alba que unas enigmáticas estructuras gemelas de piedra llamadas “saywas” se alineaban perfectamente con el equinoccio, el día del año en que el sol alcanza su punto más alto. Sobre ellas, se insertaron rocas de basalto tallado o “gnomons” que, como agujas de un reloj, permitían medir con precisión la salida del astro.

El espectáculo celeste fue sobrecogedor para estos pacientes y entumecidos investigadores aquella fría madrugada del 21 de junio de 2018. Congregados en medio del solitario desierto, eran los primeros después de mucho tiempo en ver emerger puntualmente -y como cada año- el sol sobre las saywas, tal como lo hicieron sus antiguos constructores. Estaban en lo cierto, esas estructuras de apariencia rústica eran en realidad complejos dispositivos edificados por las culturas andinas para medir el calendario astronómico. Eran piedras para contemplar el universo.

Durante miles de años, un mundo completo fue esculpido en piedra. Sus vestigios están repartidos por todos los lugares donde alguna vez hubo alguien. Desde aquellos imponentes como las plataformas ceremoniales y santuarios en la cima de las cumbres andinas, hasta esos más pequeños y menos evidentes, como los ínfimos desechos de la talla, que, esparcidos en los lugares más inverosímiles escapan inadvertidos al ojo no especializado. Sin embargo, hasta en esos pequeños y modestos vestigios se esconde un relato único e invaluable del pasado

Vista del Pukará de Turi, una aldea fortificada al noroeste de Chiu Chiu. Atrás, el majestuoso volcán Paniri. Construido a partir del siglo X por las sociedades locales, Turi sería luego reocupado como centro administrativo por el imperio Inka o “Tawantinsuyo”. A la derecha las ruinas de la “kallanka”, edificio representativo de la arquitectura Inka a través de la cual impondría su dominio en Turi y en la región. Fuente: www.sngp.gob.cl

Seres de otras eras

Cuando pensamos que algunas herramientas de piedra pueden tener 10.000 años, o incluso más desde que fueron fabricadas por manos humanas, nos podría parecer una eternidad. Pero las rocas utilizadas como materia prima se formaron mucho antes, incluso cientos de millones de años antes.

La mayor parte de ellas fue expulsada durante erupciones volcánicas devastadoras; otras, por lentos procesos de sedimentación en la superficie, o como resultado de la presión y el calor abrumador en las profundidades de la tierra. Algunas más raras, podrían ser de origen incluso más antiguo y lejano, como los excepcionales fragmentos del meteorito del Salar de Imilac encontrados por José María Chaile y Matías Ramos de Peine, quienes luego condujeron al naturalista Rodolfo A. Philiphi hasta el cráter en 1853.

Cualquiera sea el caso, estas rocas permanecieron prácticamente inalteradas desde su formación durante cientos de miles o millones de años, hasta que alguien, en algún momento, en algún lugar, decidió darles una nueva forma, convertirlas en algo más.

Tal vez una herramienta o un adorno que portó por algunos días, años o décadas, para luego abandonarlo. ¿Por cuántos millones de años más hasta que la lenta pero constante erosión lo restituya a su estado natural, indistinguible de cualquier otra roca? Las piedras son seres casi atemporales, vestigios de un pasado aún más antiguo, de otras eras y épocas geológicas desprovistas de humanos. Aceptémoslo, para ellas solo somos un parpadeo.


Entre las rocas volcánicas, la obsidiana parece haber sido una de las más apreciadas debido a su calidad y belleza. A ojos menos entrenados se confundiría fácilmente con el vidrio industrial. Sus bordes frescos son tan afilados que en algunos lugares de los Andes precolombinos se utilizaron para realizar trepanaciones y cirugías.

De acuerdo con el investigador José Berenguer, los antiguos caravaneros de llama portaban fragmentos de obsidiana y mineral de cobre durante sus viajes. En sus rogativas, los ofrendaban en pequeños altares y estructuras ceremoniales conocidas localmente como “apachetas”, “casitas” y “muros y cajas”, también fabricadas en piedra y dispuestas a lo largo de las incontables rutas que serpentean y se entrecruzan a lo largo de los Andes.

Así se aseguraban de llegar a su destino sin novedad y obtener un trueque justo. Investigadores incansables como José Berenguer siguen rastreando y desenredando esa maraña de caminos, lugares y vestigios dejados atrás por los antiguos caravaneros en los lugares más remotos, en una constante carrera contra el tiempo que va desdibujando poco a poco esas señales en el camino. Como migas de pan.

La geóloga Pía Sapiains durante el registro de una fuente de obsidiana a 4300 metros de altura. Al fondo, el volcán Zapaleri aún se muestra entre las nubes de una repentina tormenta estival que nos obligó a bajar horas después.

Ofrendar obsidiana tal vez (y digo, tal vez) fue una suerte de reverencia a esos volcanes y montañas tutelares que los guiaron en sus extenuantes jornadas, a esos mallkus donde esta materia prima fue extraída, y luego transportada hacia lugares remotos, hasta cientos de kilómetros de sus fuentes.

Como aquellas obsidianas depositadas por peregrinos y devotos en la entrada de la ciudad sagrada de Machu Picchu. Pero ¿Y si te digo que la obsidiana tiene una memoria tan precisa que puede recordar el lugar exacto de su formación? El tiempo que tarda a una lava en enfriarse y solidificarse es, a escala geológica, ínfimo.

Es solo cuestión de horas o días, pero sólo eso basta para que sus elementos químicos constitutivos queden codificados para siempre en la roca. En el caso de la obsidiana, esta combinación de elementos es tan única que para los arqueólogos es una verdadera firma de fábrica.

Así, a través de distintas técnicas geoquímicas, pueden conocer su composición y rastrear la ubicación exacta donde este vidrio natural se formó, incluso en pequeños fragmentos de algunos milímetros. Decir entonces que “hasta en esos pequeños y modestos vestigios se esconde un relato único e invaluable del pasado” no es una exageración.

¿Algas bajo el agua? ¿fuego? ¿planetas? o ¿burbujas subiendo hacia la superficie? Al microscopio, diminutos fragmentos de obsidiana nos muestran las fascinantes propiedades litológicas de estas rocas, que con un poco de imaginación parecen formar escenas en movimiento y paisajes del cosmos.

Los primeros estudios de procedencia de obsidiana en el norte de Chile fueron realizados por la arqueóloga Andrea Seelenfreund entre los años 2004 y 2010. En el microcosmos de pequeños fragmentos arqueológicos, encontró pistas que la condujeron hasta los volcanes y montañas en donde se escondían sus fuentes.

Con ello, logró reconstituir la movilidad de las pastoras y pastores de la cuenca del Loa que usaron, transportaron y ofrendaron este apreciado vidrio volcánico en el pasado. Nuevos estudios que siguieron esta senda, nos han permitido conocer la movilidad y las interacciones de poblaciones incluso más antiguas.

Estas nuevas investigaciones nos narran -a través de ínfimos fragmentos de obsidiana- viajes a través de la cordillera ocurridos hace diez mil años; o cómo grupos nómades se congregaron para construir los primeros centros ceremoniales, atrayendo visitantes desde el altiplano boliviano, el noroeste de Argentina y la costa. Todo gracias a la persistente memoria de la obsidiana y su melancolía por sus lugares de origen.

Actualmente existen varias técnicas geoquímicas para determinar la composición química de las obsidianas. Una de ellas es PIXE, las siglas de “Particle Induced X-Ray Emission”. En la imagen, uno de los análisis que realizamos con esta técnica en el Laboratorio AGLAE, ubicado en el Centro de Investigación y Restauración de Museos de Francia (C2RMF) del Museo del Louvre.

El olvidado caso del Paleolítico de Atacama

El 21 de mayo de 2018, los que no estábamos al interior de la abarrotada sala del Instituto de Arqueología de la Universidad de Buenos Aires, luchábamos por seguir la entrecortada trasmisión en sus redes sociales. Aquel día, se daban a conocer resultados inéditos de la excavación de Cacao 1A, un sitio arqueológico hasta entonces poco conocido de la Puna de Argentina. Los nuevos hallazgos que estaban por presentarse (si la conexión lo permitía, claro) desafiaban todo lo que creíamos saber sobre el poblamiento humano de los Andes… y de América.

Es que el poblamiento del continente es hasta el día de hoy, un tema que ha intrigado a los arqueólogos. Tras décadas de investigación y de intensos debates, aún no existe un verdadero consenso sobre la antigüedad de las primeras ocupaciones humanas, ni las rutas migratorias que siguieron estos exploradores que descubrieron el continente hace varios miles de años. Con el tiempo, son muchas las teorías que han sido descartadas y relegadas al olvido. Una de ellas, es el curioso y olvidado caso del Paleolítico atacameño, donde un grupo de arqueólogos en los años 60’ y 70’ pensó haber descubierto en el Desierto de Atacama y la Precordillera, antiguas herramientas del Paleolítico, idénticas y tan antiguas como las del Viejo Mundo.

A los ojos del sacerdote belga Gustavo Le Paige, las toscas herramientas de piedra que venía de encontrar en Ghatchi y Loma Negra, en la precordillera de San Pedro de Atacama a fines de los 50’, no podían ser otra cosa que la obra de homínidos del Paleolítico. El jesuita había atravesado el Atlántico desde el Congo, donde había estado destinado los últimos años, para asistir al sacerdote y abogado Alberto Hurtado. Tras desembarcar en Valparaíso y enterarse de su muerte, tomó rumbo hacia el norte y al cabo de unos años terminó por instalarse en la localidad de San Pedro de Atacama.

Después de cada misa, se consagró al estudio abnegado de miles de herramientas de piedra que descubrió en sus caminatas en la montaña. A partir de ellas, elaboró una compleja secuencia evolutiva de las industrias de piedra que abarcaba desde el Paleolítico Inferior -período que estimó por comparación con herramientas de África y Europa en unos 50,000 años- hasta las primeras sociedades agro-pastoralistas.

La idea era simple: las herramientas más toscas y rudimentarias debían ser sin duda más antiguas, mientras que las más sofisticadas encarnaban el progreso tecnológico de sociedades más avanzadas. Sus ideas se inspiraban en los supuestos hallazgos paleolíticos de Augusto Capdeville en Taltal en los años 20’, las teorías evolutivas del estadounidense Alex D. Krieger y la tipología del argentino Osvaldo Menghin.

El cura y arqueólogo autodidacta, además se desempeñó como reportero encubierto (aunque luego sería descubierto por sus ayudantes) con el objetivo de difundir sus propios hallazgos en la prensa local. Así, aseguró el financiamiento para la construcción de lo que sería más tarde el museo que llevaría su nombre.

Dibujos de los artefactos de piedra tallada de Lomas de Ghatchi que habrían inspirado a Le Paige para proponer la existencia de un Paleolítico Atacameño en una de sus más célebres publicaciones: “Las industrias líticas de San Pedro de Atacama (1970)”.

No tardó mucho tiempo para que se instalara en Calama, La Columbia Field Station, una misión científica liderada por el arqueólogo Edward Lanning. Atraído por los descubrimientos del sacerdote, Lanning estudió junto a varios de sus estudiantes (que más tarde rebatirían sus propias ideas) las numerosas canteras y talleres de piedra del Salar de Talabre, al sureste del pueblo de Chiu Chiu, en pleno Desierto de Atacama.

Según Lanning, algunos de los vestigios de piedra se remontaban hasta 17.000 años, cuyas raíces formaban parte de una antigua tradición pleistocénica. Sin embargo, estas propuestas recibieron la crítica y el escepticismo de los científicos y rápidamente fueron refutadas. El arqueólogo Thomas F. Lynch a comienzos de los años 90’ consideraría el trabajo de Lanning como “el caso de mal-uso más grave de seriación en los estudios líticos de Sudamérica”. La teoría del paleolítico atacameño encontró un rápido final.

Por entonces, las excavaciones del arqueólogo iquiqueño Lautaro Núñez comenzaban a esbozar la primera secuencia de ocupación humana en el norte de Chile.

A diferencia de Lanning y le Paige, sus interpretaciones se basaban en fechas de carbono 14 y técnicas de excavación adelantadas para la época, lo que le permitió comparar y clasificar las herramientas de piedra y otras evidencias provenientes de diferentes yacimientos arqueológicos.

Años más tarde, Núñez junto a un equipo interdisciplinario, formado por la reconocida arqueóloga Isabel Cartajena y el paleoclimatólogo Martin Grosjean, recorrieron las cuencas de altura del norte de Chile como parte de un inédito proyecto de investigación patrocinado por la National Geographic. Tras meses de intensos trabajos de terreno y varios años de análisis de laboratorio, lograron reconstituir detalladamente el proceso de poblamiento de la región, remontándose hasta los 12.800 años.

Además, ordenaron y explicaron las diferentes etapas de desarrollo cultural y su relación con eventos dramáticos de cambio ambiental ocurridos en el pasado. Estos resultados fueron publicados en importantes revistas científicas y su enfoque interdisciplinario y geo-arqueológico sigue siendo un referente para nuevas generaciones de investigadores.

Aunque Le Paige defendería con convicción y hasta su muerte en 1980 la existencia del Paleolítico atacameño, hoy sabemos que su complicada clasificación nada tiene que ver con diferentes periodos evolutivos, sino más bien, con distintas fases de la producción de las herramientas.

Una escena congelada en el tiempo: en el centro, una gran roca de andesita abandonada a medio trabajar aún rodeada por innumerables desechos de talla. La posición casi inalterada y la conservación excepcional de los restos (como en una escena del crimen) nos permite recrear la secuencia de extracciones, incluso la ubicación del tallador que pareciera que en cualquier momento volverá a retomar su labor. Sin embargo, este episodio ocurrió al menos hace 3000 años en la cantera de Loma Negra, que Le Paige interpretó como una antigua industria Paleolítica.

Otro descubrimiento decisivo ocurriría tras la excavación del sitio arqueológico Alero Cuncaicha, en la Puna del Perú. Las evidencias publicadas en 2014 por el arqueólogo Kurt Rademaker mostraban vestigios de un campamento a más de 4300 metros de altitud ocupado hace 12.500 años por bandas de recolectores y cazadores andinos.

Lo sorprendente era que los habitantes de Cuncaicha mostraban una temprana adaptación a la altura. Esto quería decir que el poblamiento permanente de las áreas más elevadas de los Andes había sido mucho más rápido y antiguo de lo que pensábamos en ese momento. Daniela Osorio, arqueóloga y lectora de piedras, ha sido una de las principales precursoras de la hipótesis del poblamiento temprano a través de los Andes.

Sus investigaciones en las tierras altas de Arica la han llevado a proponer que la cordillera más allá de representar una barrera, fue un ambiente propicio para la migración de grupos humanos, y probablemente, una de las rutas que siguieron estas poblaciones pioneras.

Para Daniela, los primeros andinos conquistaron tempranamente las alturas y continuaron su travesía siguiendo las cumbres de las montañas y volcanes, en un ambiente complejo, por cierto, pero que conocían muy bien. Varios proyectos nacionales e internacionales están dedicados actualmente a investigar el poblamiento de la región; hoy disponemos de más evidencia que nunca pero la pregunta aún resuena: ¿Hace cuánto?

Trabajos de campo en un sitio de cazadores y recolectores del Holoceno Temprano. Las intensas lluvias y tormentas en las tierras altas nos habían obligado a bajar el día anterior. Aquí, encontramos también restos de obsidiana provenientes de la altura y otros que habrían sido transportados 300 kilómetros desde sus fuentes, al otro lado de la cordillera.

Al fin, se reanuda la trasmisión del Instituto de Arqueología. Volvamos ahí. Ese 21 de mayo, Carlos Aschero presentaba frente a una atónita audiencia, la charla: “Cacao 1.A: Evidencias arqueológicas de poblamiento Pleistocénico en la Puna de Atacama”.

En poco más de media hora, exhibió una sólida batería de evidencias que incluían restos humanos (incluso cabellos muy bien conservados), vegetales, minerales, instrumentos de piedra -entre ellos, un fragmento de obsidiana cuya fuente se encuentra a 60 km- y restos de animales, incluso de perezosos gigantes que formaron parte de la fauna de la era glacial durante el Pleistoceno.

Al final de su presentación, el arqueólogo argentino concluyó que el alero rocoso de Cacao 1A habría cobijado a un pequeño grupo de personas hace nada menos que 40,000 años, mucho antes de cualquier rastro de presencia humana de la que tengamos registro en la región. Por más de una hora, los expertos del panel lanzaron preguntas y comentarios a los que se sumaron hasta los más incrédulos y escépticos del público. El debate recién comenzaba, pero Cacao-1A se unía así, a otros sitios emblemáticos en Sudamérica que desafían la cronología aceptada.

Atrás quedó la teoría del Paleolítico atacameño, convertida en algo más que una anécdota o un dato curioso de la historia de la investigación con la que se topa algún lector desprevenido (aunque hay quienes siguen defendiéndola como cierta). Sin embargo, la antigüedad del poblamiento americano sigue siendo un debate abierto. Muchas de estas interpretaciones aún deben ser discutidas y confirmadas, pero las respuestas que buscamos podrían estar nuevamente en los Andes.

¿Sangre?

Desde Copiapó hacia el sur, el relieve planiforme del altiplano cede lugar a la estepa andina, un paisaje accidentado y montañoso, en apariencia hostil. Realmente, es poco lo que sabemos sobre la arqueología temprana en los Andes meridionales ¿Estará allí alguna de las respuestas que buscamos? ¿En esos áridos paisajes de altura que albergan los últimos salares andinos?

Esa pregunta ha llevado a un grupo de investigadores encabezados por Patricio López a escudriñar en la cordillera de Copiapó, siguiendo las huellas dejadas por arqueólogos pioneros como Miguel Cervellino y Hans Niemeyer en los años 80’.

Las investigaciones si bien son iniciales, ya han arrojado importantes resultados. En un pequeño abrigo rocoso en el Salar de Pedernales, a más de 3000 metros de altitud, descubrimos recientemente un antiguo campamento fechado hace 10.000 años.

Ahí, estos intrépidos cazadores de vicuña faenaron y limpiaron las pieles de los animales capturados durante el día. Las partes que no serían llevadas de vuelta fueron consumidas alrededor del fuego, que los mantuvo calientes durante la noche.

También recolectaron huevos de flamenco andino en los humedales cercanos, lo que nos indica que la temporada preferida de ocupación del campamento fue el verano, periodo de anidación de estas majestuosas aves migratorias. Estos huéspedes habituales de Pedernales eran además prolijos artesanos, que hicieron de la manufactura de puntas de proyectil un despliegue de destreza y habilidad. Para nuestra fortuna, algunas de las puntas que portaban fueron abandonadas cuando sus ocupantes dejaron atrás el campamento por última vez.

La biografía de estos delicados artefactos nos muestra un cuidadoso método de talla, ejecutado a través de diferentes técnicas que dieron forma a ejemplares de casi 20 centímetros.

Algo que a los talladores modernos les tomaría años de práctica y entrenamiento ¿Quiénes eran estos hábiles artesanos de Pedernales? ¿Por qué invirtieron tanto tiempo y dedicación en la manufactura de sus armas de caza?


Una de las recientemente descubiertas puntas del Salar de Pedernales. Tras la fractura de la punta durante el uso, el tallador intentó reparar la pieza recortando sus dimensiones, pero este procedimiento es arriesgado. Una segunda fractura accidental -y esta vez, irremediable- quebró la pieza por la mitad, siendo abandonada en el sitio. Aún se aprecia el adelgazamiento intensivo del perfil, una labor exigente y dificultosa que demuestra la gran experticia de estos artesanos.

Si observas con atención y de cerca una punta de proyectil, podrás ver pequeñas fracturas y grietas que se producen involuntariamente por lo incesantes golpes de talla. La mayoría son microscópicas y apenas perceptibles, pero sólo eso bastó para que ahí quedaran atrapados residuos de sangre y tejidos de las presas.

Actualmente, los análisis forenses usados en investigaciones criminales pueden identificar con gran precisión las minúsculas proteínas preservadas hasta por cientos de miles de años.

Cuando en 2021 hicimos un test inmunológico (uno de los varios métodos disponibles) en algunas puntas de Pedernales, quedamos algo desconcertados. Entre las proteínas identificadas no sólo se encontraban las presas potenciales como la vicuña y el zorro que habitan el área, sino también proteínas humanas.

Si se trata de un distraído tallador herido por un borde afilado, o bien, de armas utilizadas por guerreros en conflictos con otros grupos es algo que aún no sabemos. Lo que las piedras nos dicen por ahora, es que estas expediciones hacia la cordillera fueron más allá de la mera subsistencia. Formaron parte de desplazamientos habituales a lo largo del año entre la costa (al menos así lo indican los pequeños restos de concha abandonados en el sitio) y la puna andina de Argentina, como reveló un reciente análisis de obsidiana.

Para estas culturas nómades, la talla en piedra y la caza cobró un sentido especial. Sus herramientas no solo revelan una sofisticada tradición artesanal de los Andes, sino que además guardan trazas físicas de sus antiguos fabricantes, de los que hasta hace poco no sabíamos nada.


La historia está escrita en piedra

En la cosmovisión andina, el mundo estaba antes habitado por seres de piedra. Algunos de ellos persisten dormidos en el interior de las rocas y montañas. Son sobrevivientes de otros universos ya destruidos, de otras humanidades pretéritas, cuando aún no existía el día y la noche.

En ciertos lugares se les recuerda como los “gentilares” que habitan en cuevas, quebradas o ruinas abandonadas. Según la leyenda, el mismo Viracocha creó a los seres humanos a partir de la piedra y les ordenó que emergiesen de la tierra por las “cuatro partes” del mundo, mientras que otros fueron convertidos en roca como castigo.

No es extraño que durante miles de años, las cazadoras y cazadores de los Andes fueron enterrados con sus armas y herramientas de piedra, tal vez para cazar junto a sus ancestros y familiares fallecidos en aquellos territorios misteriosos de los que escuchaban en los relatos y canciones.

En la mitología de muchas culturas actuales y pasadas, la piedra es la materialidad que nos transporta a otros tiempos y estados primordiales. Son mediadoras entre este y otros mundos. Para la ciencia no es diferente. Junto con el saber local, el estudio de los artefactos de piedra nos permite ir poco a poco descifrando esta memoria petrificada, y conocer un poco más de sus antiguos artesanos. Sus conocimientos y técnicas, lejos de estar olvidadas, resisten el paso del tiempo.

Algunas de estas tradiciones perduran en los actuales canteros que tallan la piedra liparita, con la que construyen los canales de regadío y las casas tradicionales que aún puedes ver en ciertos lugares de los Andes. Entre los pastores que mantienen las viejas usanzas, es costumbre portar figuras de piedra que son heredadas de generación en generación.

Son representaciones de deidades, ancestros y animales mitológicos que resguardan la fertilidad del rebaño. Se les conoce como “illas” cuyo poder es periódicamente reforzado con ceremonias, rogativas y comidas.

Es cierto, las piedras siguen y seguirán aquí por mucho tiempo. Parece casi inevitable preguntarnos entonces: ¿Qué dirán de nosotros? ¿Qué guardarán en su memoria cuando no seamos más que otro estrato sedimentario entre muchas otras eras geológicas?

En un estudio científico publicado en 2013, la geóloga Patricia Corcoran y su equipo, reportaron por primera vez el hallazgo de “plastiglomerados”, extrañas rocas formadas por la aglutinación de basaltos, fragmentos de conchas, arena y plásticos derretidos en las fogatas de los campistas de una playa en Hawai.

Según sus autores, este fenómeno será para los científicos un indicador característico del llamado “Antropoceno”, una época geológica -la nuestra- marcada por el irreversible impacto de los humanos en el planeta. Siempre me he preguntado, qué pensarán esos arqueólogos del futuro, cuando re-descubran las mismas herramientas del Salar de Talabre estudiadas por Lanning y Le Paige, esta vez recubiertas y mezcladas entre los millones de toneladas de rocas molidas, minerales y residuos del relave minero vertido desde 1952 y que actualmente es administrado por Codelco.

Parece cada vez más evidente, que en los próximos milenios nuestros restos industriales y trazas en las rocas, también representarán las huellas de seres y humanidades ya desaparecidas. Lo irónico es que serán nuevamente las piedras, para nosotros símbolos de todo lo arcaico y lo caduco, las encargadas de contarlo.

Una de las varias canteras de piedra del Salar de Talabre, trabajada durante miles de años por las sociedades nómades de Atacama. Atrás, lo que parecería cualquier otro salar del norte de Chile es en realidad un astuto impostor que ha sabido pasar desapercibido. El antiguo salar de Talabre, junto con los humedales, lagunas y numerosos sitios arqueológicos, quedaron sepultados para siempre bajo la densa capa gris de residuos mineros, que forman el inmenso tranque de relaves. En la foto: Rodrigo Loyola.
A Patricia Escola y Donald Jackson,
que siguen en las piedras.

Rodrigo Loyola es arqueólogo de la Universidad de Chile y actualmente realiza su doctorado en la Universidad de Paris Nanterre, Francia. Sus investigaciones han estado centradas en el estudio de las tecnologías prehistóricas -en particular las piedras- y las antiguas sociedades andinas.


Nota: Artículo de divulgación científica.

Referencias:

https://www.lavanguardia.com/ciencia/planeta-tierra/20150520/54431758851/herramienta-piedra-mas-antiguas-3-3-millones-anos-kenia.html
https://www.biobiochile.cl/noticias/2010/12/05/descubren-mina-mas-antigua-de-america-en-taltal.shtml

http://chileprecolombino.cl/arte/arte-rupestre/los-pictograbados-de-taira/

http://precolombino.cl/museo/noticias/la-historiadora-que-mira-hacia-el-cielo/

https://www.bbc.com/mundo/noticias-40522145
https://elcomercio.pe/tecnologia/incas-lideres-campo-trepanaciones-noticia-528651-noticia/
https://www.scientificamerican.com/espanol/noticias/descubren-en-los-andes-peruanos-la-ocupacion-humana-mas-antigua-a-altitud-extrema/
https://www.facebook.com/watch/live/?ref=watch_permalink&v=2019974138319590

http://www.historiayarqueologia.com/2018/05/hallan-evidencias-de-que-la-puna.html

https://www.nationalgeographic.es/ciencia/2020/11/hallazgo-de-cazadora-prehistorica-cuestiona-suposiciones-sobre-roles-de-genero
https://www.science.org/content/article/rocks-made-plastic-found-hawaiian-beach